Uno de los aspectos más fascinantes del mundo del vino es la gran cantidad de lugares diferentes y a menudo extremos en los que es capaz de crecer la viña. En los fríos viñedos de Canadá a menudo se cubren las cepas con nieve durante el invierno para protegerlas de las bajísimas temperaturas que podrían acabar con ellas. Sin embargo, la vid también es capaz de sobrevivir en una situación de práctica ausencia de agua. Basta pensar en las plantas cultivadas en hoyos en los suelos volcánicos de la isla de Lanzarote (Canarias) que aprovechan al máximo el rocío de la noche.
A lo largo de la historia, la vid ha sido el cultivo elegido en aquellos lugares en los que era prácticamente imposible que creciera cualquier otra planta. Su capacidad de adaptación a suelos y climas diferentes, la habilidad para sobrevivir en las situaciones más extremas y el trabajo constante de generaciones de viticultores nos han regalado un largo catálogo de paisajes de arrebatadora belleza. Sin salir de España, podemos citar regiones abruptas y montañosas como la Ribeira Sacra en Galicia, el Priorat en Cataluña o la Axarquía en Málaga; comparar los verdes viñedos de los txakolís vascos o de los vinos gallegos más cercanos al Atlántico con el color blanquecino y deslumbrante que imponen los suelos de albariza en Jerez; o disfrutar del contraste entre el pintoresco paisaje de la Sonsierra en Rioja y la austeridad de los páramos de la Ribera del Duero. En algunas islas de Canarias el viñedo se cultiva desde el nivel del mar hasta por encima de los 1.000 metros de altitud. Como resultado, se generan enormes diferencias en un espacio de terreno relativamente pequeño.
Paisajes de viñedos en La Rioja
Los elaboradores más apasionados están convencidos de que su misión fundamental consiste en trasladar de la forma más fiel posible estos paisajes a una botella de vino. Más aún, en medio de una desatada influencia borgoñona en España (Borgoña es la región vinícola del mundo en la que más detallada y milimétricamente se han clasificado y nombrado los viñedos), cada vez nos encontramos en el mercado con mayor número de vinos procedentes de pagos o viñedos concretos.
La importancia -¿magnificada?- del suelo
Cuando se hila tan fino de querer distinguir una parcela de la que está situada inmediatamente al lado, la diferenciación viene casi siempre por la naturaleza de los suelos. En la actualidad, las bodegas estudian concienzudamente lo que hay debajo de la planta, analizan las capas del terreno, miden hasta donde llegan las raíces… El estudio de los suelos les permite identificar áreas diferenciadas, realizar un seguimiento individualizado e incluso elaborar por separado las uvas que preceden de cada una de ellas. Se obtiene de esta manera un conocimiento mayor de los “ingredientes” con que cuenta el productor. Por otro lado, cuando aparece una viña o parcela de especial singularidad y calidad, no es raro embotellarla por separado y crear un nuevo vino dentro de la gama.
En este caso se busca trasladar también ese suelo diferenciado a la botella. Por eso, una de la mejores alabanzas que se le puede decir hoy a un elaborador es que su vino es muy “mineral”. Así se describen aromas y sabores que no tienen que ver con la fruta, ni con los caracteres de la madera o de los recipientes usados en el envejecimiento del vino, ni con la evolución aromática que se haya podido producir a lo largo de los años en la botella. Dentro de la idea de mineralidad caben descriptores como el sílex, el grafito, la piedra mojada o la ceniza.
La ciencia sin embargo es bastante escéptica al respecto. Los más reputados científicos en la materia tienen claro que a día de hoy no se puede establecer una relación directa entre la geología del suelo en el que se cultiva la vid y el sabor que se aprecia en el vino. Por otro lado, un ambicioso estudio español realizado por el investigador de Excell Ibérica Antonio Palacios y el experto y formador David Molina de Outlook Wine ha concluido que los compuestos químicos responsables de esa supuesta “mineralidad” están más relacionados con el metabolismo de la planta, las levaduras empleadas en la fermentación y otras prácticas que se realizan en bodega durante el proceso de elaboración que con las características del suelo.
Otra línea de trabajo encabezada por expertos como el francés Claude Bourguignon defiende que la mineralidad está directamente relacionada con la cantidad y tipo de microorganismos existentes en el subsuelo. Y, de hecho, sí está aceptado que la vida microbiológica tiene gran importancia en el desarrollo de la planta. No hay que extrañarse de que éste sea uno de los argumentos más sólidos a favor de una viticultura orgánica y respetuosa con el suelo.
La experta británica Jancis Robinson, en un artículo reciente sobre el tema, no podía evitar afirmar que “para los que catamos miles de vinos al año nos parece incontestable el hecho de que, de un modo bastante predecible, vinos de distintos lugares sepan diferente. Y vemos una relación clara entre el carácter de un vino y los tipos de suelos”.
Probablemente, hará falta alguna revelación mucho más contundente para dejar de hablar de mineralidad en el vino y, desde luego, de la relación de ciertos paisajes con ciertos sabores. La identificación del origen de un vino en cata a ciegas, por otro lado, es uno de los retos más habituales para los catadores.
Desde un punto de vista más lúdico, no hay duda de que un vino se disfruta con gran plenitud cuando uno tiene la oportunidad de probarlo en el mismo paisaje del que procede. Pero, probablemente, es igual de fascinante el hecho de que alguien situado a miles de kilómetros de distancia pueda acceder a él (y al paisaje del que procede) con el simple gesto de descorchar una botella.
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