En varios artículos anteriores hemos abordado la profunda relación que liga, desde hace miles de años, la cultura del hombre a la Cultura del Vino. Entre otros textos podemos recordar: Coleccionismo y obras por encargo en el Museo Vivanco, en el que hablamos del deseo de investigar los mitos y los rituales relacionados con la producción y el consumo del vino, del cual nacieron la Fundación Vivanco y el Museo de la Cultura del Vino; Pablo Neruda celebra la nobleza del vino en Vivanco, sobre una de las composiciones líricas más bellas que se hayan dedicado nunca a la bebida ancestral: Oda al vino del famoso premio Nobel chileno; La simbología del vino, de la mitología clásica al cine, en el que nos ocupamos del vino como elemento característico de la identidad cultural mediterránea.
Esta vez evocamos el vínculo atávico que existe entre el vino y la cultura a través de una de las imágenes poéticas más fascinantes de la literatura universal: «El Mar Color de Vino», de Homero.
En los albores de la civilización occidental, la navegación juega un papel fundamental. Gracias al mar los griegos comercian, fundan colonias, exportan su cultura, hacen guerras y a veces naufragan. El mar es temido y respetado a la vez.
En la narración del legendario poeta griego Homero, el Mar Mediterráneo representa un escenario paradigmático y el vino aparece a menudo como alimento restaurador (después de travesías y batallas sangrientas) o bien como elemento ritual (para celebrar pactos, alianzas o sacrificios para Zeus u otros dioses del Olimpo). La definición «el mar color de vino» aparece tanto en la Ilíada como en la Odisea —donde recurre varias veces— y se ha interpretado como una descripción de aquel color púrpura-pardo, con mucho cuerpo, que toma el mar cuando al final del día la luz del sol disminuye y el atardecer se esfuma, anunciando la llegada del anochecer.
“El mar color de vino” en la Ilíada
Entre otros pasajes homéricos, en los que esta expresión aparece, cabe destacar el Canto XXIII de la Ilíada (Juegos en honor de Patroclo), donde el héroe Aquiles mira hacia el mar color de vino en uno de los momentos más solemnes de todo el poema. Ante el cuerpo exánime de Patroclo, muerto en combate a manos del príncipe Héctor, hijo de Priamo, rey de Troya, Aquiles llorando se corta el pelo y lo ofrece a su querido amigo (listo para ser quemado según la tradición antigua) para que se lo lleve consigo en el viaje eterno.
Aquiles con la corte del Rey Licomedes. Colección Borghese, Museo del Louvre. Foto: Jastrow
“El mar color de vino” en la Odisea
En la Odisea, Ulises usa esta expresión (entre otras ocasiones) en el Canto VI (Odiseo y Nausícaa). Hija de Alcínoo, rey de la isla Esqueria, tierra de los feacios, Nausícaa encuentra a Odiseo en la playa, donde este último había llegado tras el naufragio del día anterior. Al despertarse, Ulises le cuenta haber sobrevivido al mar color de vino, tras partir de la isla de Ogigia y sufrir, durante veinte días, varias tempestades. Nausícaa lo lleva a presencia de su padre y Odiseo (Ulises) le relata sus aventuras. El generoso Alcínoo le proporcionará las embarcaciones que lo llevarán finalmente a su deseada Ítaca.
Ulises en la corte de Alcínoo por Francesco Hayez (1813–1815)
“El mar color de vino” como inspiración en la actualidad
Después de muchos siglos, esta fascinante imagen sigue inspirando a estudiosos y literatos de todo el mundo. Solo a modo de ejemplo podemos mencionar el grupo de investigación de estudios clásicos del Center for Hellenic Studies de la Universidad de Harvard (Boston), que publica el blog Kosmos Society y ha dedicado varios artículos a the wine-dark sea.
Entre las obras literarias que se han inspirado en esta afortunada imagen poética cabe recordar el magnífico relato Il mare colore del vino del escritor italiano Leonardo Sciascia (1921-1989). Publicado en 1973, este cuento también da título a un libro que recopila 13 cuentos sobre Sicilia, la tierra natal del escritor. El libro ha sido traducido por primera vez al español por Ana Goldar como El mar color de vino (Ed. Bruguera, Barcelona, 1980). En el relato, un ingeniero comparte un viaje en tren de Roma a Agrigento con una familia siciliana, formada por un matrimonio, sus dos hijos y una joven que viaja con ellos. Uno de los hijos, el más travieso, se llama Emanuele, apodado Nené. Cuando hacia el final de relato, el tren pasa frente al mar de Taormina, el padre, un profesor de escuela, si dirige al ingeniero y exclama: «¡Qué mar! ¿Dónde hay otro mar como éste?». «Parece vino», se entromete Nené. Y a partir de ahí se desata un episodio, entre lo irónico y lo grotesco, donde los padres reprochan al niño, discutiendo con él sobre el color que el mar puede o no puede tener en la realidad. Pero Nené insiste, categórico, con su afirmación: «A mí me parece vino». El relato termina con los pensamientos del ingeniero, el cual se dice a sí mismo: «El mar de color de vino, ¿dónde he oído esa frase? El mar no es de color de vino, el profesor está en lo cierto. Tal vez a primera hora del amanecer o a la hora de la puesta del sol, pero no a estas horas. Y sin embargo, el niño ha captado algo real, quizá el efecto, como de vino, que produce un mar como éste. No embriaga; se apodera de los pensamientos, suscita una sabiduría antigua».